A veces los libros
gruesos son demasiado elocuentes y resulta innecesario tomarse el tiempo para
hablar de ellos. A veces no se pueden agregar grandes apuntes a ciertas
escrituras que, de algún modo, contemplan una totalidad unívoca y avasallante.
Quizás los poemarios extensos o intensos (yo prefiero entenderlos como libros de poesía) son inabarcables,
rizomáticos o transversales para ciertos lectores; para muchos otros son en
realidad incómodos. Sólo algunas obras, sobre todo las que provienen de poetas
torales, logran ser admitidas en su integral complejidad y funcionalidad. Por
ejemplo, los dos tomos de la poesía completa de Octavio Paz son revisados
minuciosamente y comentados con interés y entusiasmo por una cofradía de
críticos que hasta hoy resulta operativamente vigente. Pero, en otro ejemplo
contrario y cercano, Delante de la luz
cantan los pájaros de Marco Antonio Montes de Oca no corre con la misma
suerte. Julio Trujillo afirma que para acercarse a estas 1181 páginas hay leer
como si cada página fuera la primera. En efecto: Montes de Oca nunca abandona
la perspectiva de su voz y actualiza su posicionamiento frente al lenguaje en
un devenir de variaciones y valores. Trujillo afirma que se trata de la poesía
“que sacrifica sus perímetros por la salud del centro, la que no se preocupa
por dar en el blanco sino por vaciar el carcaj”[1].
Pero aunque Trujillo felicita la
aventura lingüística de Montes de Oca, sí reconoce implícitamente la
preocupación por atinar al blanco y mostrar cierta precisión. De este modo, las
poéticas consideradas del “despilfarro”, el chorreo o la grandilocuencia son
miradas en general con recelo. ¿A caso no se pueden resumir las cuantiosas
cuartillas en un poema vertical o, mejor aún, en unos cuantos versos de
aguijón? La poesía, piensa mucha gente, se distingue por la síntesis, el
cuidado expresivo y la mesura técnica. En el imaginario colectivo el exceso es
para el novelista; la contención para el poeta. Este prejuicio lamentablemente se
cumple la mayoría de las veces. A continuación algunos casos.
En
el 2011 aparece Cuerpos (Práctica
Mortal, CONACULTA) de Max Rojas que no representa el trabajo de una vida (como
supone la edición de la poesía reunida de una personalidad literaria), sino la
posibilidad o imposibilidad de escribir un único poema después de treinta años
de silencio. Ese poema inabarcable sucede
manteniendo sus mecánicas y mociones internas. El movimiento, como afirma su
autor, no lo hace el escribiente sino la lógica
poética que esboza las direcciones epistemológicas del sujeto. Nuevamente,
ante esta máquina de escritura que sólo proyecta sin delinear, se apela a una
preocupación formal. Manuel Iris, en una reseña titulada “poesía y desmesura”
aclara: “La verdadera hazaña verbal de Max Rojas
no ha sido escribir un poema de estas dimensiones, sino lograr que el poema no
decaiga jamás”.[2] La empresa de Max, a mi juicio, va más allá de la
pulcritud. Los 21 apartados que constituyen Cuerpos
(de los cuales CONACULTA sólo ha publicado 6, cumpliendo parcialmente el
contrato) apuntan hacia un vitalismo que queda rebasado por el término cíclico
de la escritura. Cuerpos se suspende
en un punto pero no termina nunca de escribirse.
La hazaña está más en la ética que en la estética. Probablemente se trata del
poema más largo en nuestro idioma.
Ese
mismo año parece otro libro gigantesco que oscila entre las 800 páginas, La divina revelación (Aldus, 2011) de
Héctor Hernández Montecinos, poeta chileno que radicó unos años en México y
participó de lecturas y publicaciones. El libro, que es la trilogía de coma, guion y punto, desarrolla una vía
mística y tripartita de varios lugares de encuentro: actitud, fuerza y
lenguaje. En el libro se palpa la escritura, interescritura y reescritura en
sucesivas marchas y alientos. Héctor es quizás el poeta más joven en Latinoamérica
que ha recorrido la poesía del continente con verdadero compromiso y vocación.
Se trata de esos libros peculiares donde el lector no puede permanecer indiferente
y necesita establecer un posicionamiento. ¿Qué es lo que ha ocurrido a la
fecha? Nadie o casi nadie lo reseña. Muchos se entusiasman pero no lo declaran
o hablan con malicia y distancia. Caso contrario ocurre con el libro Zurita de Raúl Zurita (Aldus/UANL, 2012),
quien escribe en la contraportada de La
divina revelación “No hay en la lengua castellana alguien que antes de los
treinta años haya llegado tan lejos como Héctor Hernández Montecinos”. Pese a
ser él mismo quien reconoce los alcances del libro, pocos presentan una atenta
u honesta mirada. Volviendo a la recepción de Zurita, este sí obtuvo un eco lo suficientemente robusto para
abarrotar la Casa del Poeta el día de su presentación. Sin hablar de las
ediciones chilena y española, para reseñar este libro aparecieron plumas como
Ernesto Lumbreras o Jacobo Sefamí en Letras
Libres. La razón de la paradoja, más allá de la filiación poética que
pudiesen encontrarse entre los chilenos, se sustenta en la idea de
“trayectoria”. Pero no trayectoria en el sentido de proceso creativo o líneas
de escritura trazadas (cosa que ambos poetas realizan en progresión), sino como
la mera consideración de un criterio cronológico.
Mención
aparte merece Splendor (2.0.1.3.
editorial et al., 2013) de Enrique
Verástegui. Como lo he escrito en anteriores ocasiones, este libro fue uno de
los más esperados en las últimas décadas y quizás sea una de las escrituras más
visionarias en nuestra lengua. No lo digo sólo por los asuntos que le preocupan
a su autor, o el tratamiento y la plasticidad que se observa en los textos,
sino por las zonas limítrofes que tantea el libro: ensayo, matemáticas,
legislación, historia, economía, teología, filosofía, etc. Todo eso es lo que
bajo la mixtura de un saber artístico, científico y filosófico nos otorga la
conformación de un sentido exorbitante de poesía, más allá del poema y su
estructura semántica. Anteriormente conocido como Ética, esta pentagonía de 999 páginas incita a conformar una
poética de la praxis y la multiplicidad (lo que en muchas academias se conoce
como acciones trasdisciplinarias). Sin embargo, Splendor: epistemología y épica de la complejidad no ha traspasado
la conversación y circunspección de unos cuantos lectores, la mayoría amigos de
Enrique. A la fecha no hay ninguna reseña o ensayo en México (salvo el material
que aparece en el libro) que brinde justicia a este tremendo tratado poético.
Ante
esto, parece que el lector de poesía no logra acostumbrarse, por múltiples
motivos (literario-formales o literario-políticos), a la asimilación de libros
que rebasen ciertas expectativas y pautas cuantitativas. El poema en su sentido
tradicional, como estructura normativa, sigue actuando como pivote en lo que a
poesía respecta. Cierto es que varios aspectos formales han cedido a la
libertad que exige la escritura de poesía: métrica y musicalidad se vuelven más
laxas o maleables. A pesar de ello, la poesía que disponga de demasiados
caracteres peligra en transformarse en verborrea. “Más vale quedarse cortos que
irse de largo”. Quizás sea precisamente ese irse
lo que hace valiente en sí a todas estas escrituras y totalmente diferentes sus
hallazgos.
Manuel de J. Jiménez